Es lista y peligrosa, y está dotada de un peculiar sentido musical.
, febrero de 2014
Sobre los témpanos de hielo y en las playas rocosas de las regiones más septentrionales del Atlántico Norte se amontonan unas masas informes de color canela, formando una suerte de montículos vivientes. Algunas pesan más de una tonelada; otras miden más de tres metros de largo. Cada una de ellas es una figura arrugada de dientes enormes y bigotes, profundas cicatrices y ojos sanguinolentos. Duermen, eructan, se pelean y braman.
Es posible que la vieja canción de los Beatles I am the walrus («Yo soy la morsa») hiciera algo más populares a estos extraños animales, pero lo cierto es que la mayoría de nosotros jamás ha visto ni verá una manada en estado salvaje. Y muy pocos fotógrafos han documentado a estos pinnípedos peligrosos, musicales y extremadamente sociales, parientes de las focas y los leones y elefantes marinos. «Yo mismo hacía de cebo –dice Paul Nicklen, quien pasó tres semanas fotografiando morsas del Atlántico con la ayuda del buzo sueco Göran Ehlmé–. Me sentaba en la orilla y las morsas se me acercaban. Les despertaba la curiosidad. Pero para averiguar lo que eres, tienen que darte golpes con los colmillos. Y para un humano, el golpe de una morsa puede ser mortal.»
Sus colmillos de marfil pueden medir más de medio metro. Los hincan en el hielo como un hacha para ayudarse a salir del agua. También los usan para atravesar a sus rivales y ahuyentar a los depredadores. Se han visto osos polares con perforaciones, flotando muertos en el océano.